Renée Ferrer y su Novela La Querida
Por Teresa Méndez-Faith, PhD, Prolífica poeta y narradora, varias veces premiada dentro y fuera del país, Renée Ferrer dio a luz recientemente La querida, voluminosa novela cuyos personajes y marco temporal son fácilmente reconocibles para cualquiera que esté familiarizado con la realidad histórico-política paraguaya de mediados de los años 50 a fines de la década del 80. Aunque su título sugiere una trama argumental en torno al personaje de “la querida” titular, esta obra es realmente sobre el poder absoluto, la arbitrariedad de dicho poder y sus consecuencias, en particular el ejercido por el último dictador que tuvo el Paraguay (Gral. Alfredo Stroessner, 1955-1989), país natal de la autora, compatriota y amiga de mucho tiempo. Teniendo en cuenta el motivo central de la obra, La querida forma parte de un corpus de novelas sobre la dictadura, temáticamente enfocadas en conocidos dictadores latinoamericanos ficcionalizados por el colombiano Gabriel García Márquez (El otoño del patriarca), el cubano Alejo Carpentier (El recurso del método), el guatemalteco Miguel Angel Asturias (El Señor Presidente), el paraguayo Augusto Roa Bastos (Yo el Supremo) y el peruano Mario Vargas Llosa (La fiesta del chivo), para mencionar sólo las más conocidas. Es interesante señalar que si bien la obra de Renée aparece décadas después, es no obstante la primera entre las novelas sobre dictadores escrita por una mujer. Hace unos años, conversando con Renée sobre el tema de la censura en Paraguay en época de Stroessner, le contaba yo un par de anécdotas que me habían relatado y que tenían que ver específicamente con la música de mi padre (Epifanio Méndez Fleitas). Se trataba de músicos o amantes de la música popular paraguaya que por tocar o pedir que se toquen canciones de papá habían sido arrestados o castigados de alguna forma. Allí me contó Renée que ella también había sido testigo de un incidente similar cierta vez que asistía a una reunión de amigos y a alguien se le había ocurrido pedir una música de Méndez Fleitas. Fue entonces cuando me dijo que estaba pensando escribir algo sobre el tema de la música prohibida en Paraguay durante la dictadura, y específicamente sobre las canciones con autoría o co-autoría de mi padre. Me preguntó dónde podía conseguir un CD con la música de papá y como justo unos días antes me habían hecho llegar varios ejemplares de un CD con más de una docena de sus canciones (“Recordando a Epifanio Méndez Fleitas”), le regalé uno a ella. Pasó el tiempo y hace poco, cuando tuve en mis manos La querida, miré el índice de esta nueva novela de Renée y me llamó la atención el título del capítulo 17 (“La música maldita”). Lo leí y me di cuenta enseguida de que ahí estaba incluido aquello que ella ya me había anunciado (incluyendo el incidente del que había sido testigo) en la conversación que mantuvimos hace un par de años (o más) y para lo cual quería el CD con las canciones de papá que le facilité y cuya tapa y contratapa ilustran esta columna. Reproducimos aquí además, y a continuación, dos reseñas de La querida –una de Delfina Acosta y otra de Bernardo Neri Farina, ambas publicadas en las páginas de ABC Color-- para quienes quieran ahondar en la obra, recorrer una época tenebrosa de la vida cotidiana paraguaya (y referente real del texto) leyendo en su totalidad esta novela, que revela un conocimiento profundo por parte de su autora de la realidad de la época allí captada y reflejada. Teresa Méndez-Faith La Querida Por Delfina Acosta, Se presentó el libro La Querida, de Renée Ferrer. El material literario lleva el sello de ediciones Fausto. La historia, mejor dicho la novela, comienza con los pasos de Dalila, la protagonista, dentro de un cementerio. El lector se encuentra, desde el segundo capítulo del texto, con la sublevación militar contra el dictador. Y ese dictador me hace recordar, en algunos recodos de la escritura, al dictador que fabricó con estupenda fantasía Gabriel García Márquez en su obra El otoño del patriarca. Cuando la descomposición física del patriarca se hace más que evidente, la historia, su historia, mejor dicho su hediondez, empieza a desenrollarse sola y con rapidez. El dictador de Renée Ferrer cae víctima de la conspiración, del golpe de Estado. Su querida, su favorita, vive casi a imagen y semejanza de su “Señor”. Ella es una mujer tan ambiciosa y ávida de poder como el hombre que rige con mano criminal al pueblo. Es, inicialmente, la estudiante que va a recibir su diploma en un acto de graduación de las manos de un General que no admite que nadie le dirija la mirada. Dalila lo enfrenta con los ojos y él, más tarde, para dar gusto a sus apetencias, se convierte en su amante oficial. Esta es una novela en la que el amor no existe, sino sólo el placer, la lascivia y la lujuria. Creo, personalmente, que el placer por el placer ocupa un plano extenso en La Querida. Renée Ferrer imprime una técnica excelente a su novela. Por eso el lector avanza con rapidez sobre sus capítulos, aun cuando ya sabe, ya conoce el fermento, la putrefacción degradante que significó una dictadura de más de treinta años, y cómo eran maltratados hasta morir los hombres y las mujeres que se atrevían a levantar su voz libertaria. La novela da cuenta del hermano de Dalila, Marco, un joven que no renuncia a sus afanes de derrocar al hombre más fuerte del país, y termina torturado y muerto. Eso no lo sabe ella, porque su amante le inventa un cuento piadoso de exilio. No hay tela para el suspenso en el escrito, pero creo que Renée Ferrer no se propuso dejar en estado suspensivo al lector, pues es de todos sabida esta historia hedionda que nos tocó vivir por dentro y por fuera a muchos paraguayos hasta que el régimen se vino abajo y saltó la evidencia del Archivo del Terror y saltaron también las historias de sabuesos, de criminales entrenados para matar a quien quisiera quebrar o alterar “el orden, el progreso y la paz de la familia paraguaya”.La novela de Renée Ferrer revela con eficacia lo que es la pesadilla de las torturas y los métodos infalibles para hacer hablar a los infelices que caían en el ojo de la sospecha por el sistema. Porque en el libro no está presente sólo el dictador, sino también, y mucho, el salvajismo y la sangre (abundante) arrancada a los inocentes en las dependencias de Investigaciones. Por otra parte, no se habla solamente de una querida, de la favorita entre ese séquito de mujeres destinadas a complacer al hombre más poderoso (el dios, como se llama a sí mismo) de este país, sino de las otras queridas, o sea, las niñas y púberes que conformaban un bocado apetecido. Pero la querida va perdiendo sus atributos, y es ahí cuando Renée Ferrer pone en marcha otros poderes sustitutos para Dalila. Bien contada, bien escrita, esta novela se leerá mucho. Como se dice, sin mayores rodeos y nada más que agregar: “Da gusto leer La Querida”. LA QUERIDA, de Rénne Ferrer, Por Bernardo Neri Farina, Suplemento Cultural ABC Color El poder omnímodo, desde su torvo interior “El poder se ejerce no solamente desde el sillón presidencial, sino también en el íntimo ámbito de la existencia cotidiana por intermedio de los espectros del terror”. Esta impecable sentencia de Renée Ferrer, contenida en su monumental novela La querida, dibuja lo que fue la Dictadura (la “nuestra”, la última, la de ese-que-sabemos) pero también refleja todas las dictaduras y abarca todo ejercicio de poder omnímodo en el ámbito que fuere, sin descartar el espacio familiar. Ese pensamiento sobre el poder me quedó boyando en la mente después de leer esta obra tan trabajada, la más reciente y, quizá, ambiciosa novela de Renée, porque es el retrato de una situación recurrente en nuestra historia, y en especial el de un tiempo que a 20 años de su final se va opacando en la memoria colectiva. Para qué volver al pasado, dirían los sabihondos gurúes del pensamiento descafeinado y utilitario de hoy día. Porque la tentación dictatorial de los potenciales todopoderosos es como esas enfermedades que no se curan, que se estacionan con los medicamentos puntuales, pero que vuelven apenas encuentran un resquicio, les contestaríamos. Para sacudir la historia, la literatura tiene una ventaja sobre la historiografía. Aquella le permite al autor hablar desde dentro, tomando la voz de los protagonistas, caminando con ellos, sintiendo como ellos, viéndolos de cerca tal cual son. El autor es como una sonda que se mete en lo profundo de los personajes y de los hechos. La querida, publicada por Fausto Editorial, no es una novela histórica tal como alguna clasificación entendería. No toma la historia al pie de la letra para diseccionarla en una perspectiva cronológica. Lo pasado es apenas un referente recreado en sus caracteres más complejos, para ser simplificado en sus simbologías más notorias. Aquí no importan los lapsos reales ni los hechos ordenados. Importan los hechos en su totalidad. Treinta y cinco años constituyen apenas un segundo en la eternidad de los tiempos. Por ello, Renée le da una llamativa ubicuidad temporal a un ministro, un tal Ireneo Ibarra, demasiado parecido a un tal Edgar L. Ynsfrán, a quien el Dictador recuerda en su momento declinante como una voz que pareciera la de su propia conciencia: “Si uno quiere mantenerse en el poder, mi General, hay que darle el gusto a la codicia de los otros; nunca se deje superar en mando ni ambición, pero permita que los correligionarios se llenen los bolsillos”. Y más de Ibarra: “El pensamiento de la plebe, mi General, es uno de los venenos más perniciosos para el mandatario; usted debe erradicar el raciocinio como primer paso hacia la perennidad”. Renée sintió con tremenda intensidad la escritura de esta obra. Eso se nota en la –a su vez– intensidad de la voz de esa heroína-antiheroína, Dalila, quien obnubilada por el poder cayó en poder del poder y fue sometida hasta que el odio que le crecía motivó que, como los luchadores de judo, aprendiera a utilizar la propia fuerza omnipotente de su amante-Dictador para vencerlo con la llave justa (“… el conocimiento de la intimidad de un hombre se vuelve un arma implacable cuando le crecen colmillos al aborrecimiento”). Como en toda gran novela, en La querida uno puede encontrar tantas interpretaciones como quiera. Tal vez muchas más de las que la propia autora se atrevió a inducir. Así, el sometimiento de Dalila se podría proyectar al de la propia ciudadanía, parte de la cual buscó durante mucho tiempo sacudirse de las férulas del Dictador apelando incluso a la violencia. Como hizo en un momento dado Dalila, con ese axioma que parafrasea a otro que ha recorrido la humanidad desde la antigua Grecia: “Cuando a una la han mancillado hasta el hueso, la revancha es un derecho irrenunciable de la dignidad”. La querida es una novela llena de sutilezas, de acertijos que desafían al lector. De reminiscencias literarias e históricas que surgen desde su entramado retórico. Por eso es subyugante. Renée, a más de introducir su propia voz para acosar a sus personajes, siembra ligeros rastros para que el lector vaya descubriendo por sí mismo las salidas de los laberintos dialécticos que crea con toda intencionalidad. Quien conoce –por ejemplo– los entresijos de las guerrillas de los años 60 sabe que éstas fueron verdaderas quijotadas, aventuras sin futuro nacidas en las mentes febriles de unos políticos desconectados de la realidad. Entonces, Marco, el guerrillero hermano de Dalila, de la Querida del Dictador, no puede comenzar de otra manera su diario de campaña más que con una fórmula inmortal en la literatura: “En un lugar de Caaguazú, de cuya existencia preferimos no acordarnos, cuyas selvas estriban con los primeros ranchos de un pueblo que se pierde en las congojas de la memoria…”. Quijotada de quijotes contra los impávidos molinos de la Dictadura. El capítulo dedicado al soliloquio del guerrillero, que ve la desgracia de la derrota cerca, es voluminosamente conmovedor: “Cuando ya no hay forma de soportar la vida es cuando uno enfrenta a la muerte con la serenidad de las decisiones irremediables…”. Desde el sillón presidencial a lo cotidiano, la Dictadura sembró el miedo para la posterior cosecha de silencio. El capítulo 17 de la novela describe, en una turbadora caricatura, la irracionalidad atrabiliaria de aquel régimen. Tras una noche en el Panuncio, donde con unos amigos se divirtió pidiendo a los músicos las canciones prohibidas de Epifanio Méndez Fleitas, Marciano llegó a su trabajo en el Ministerio de Hacienda y fue inmediatamente citado por el Secretario: “Está despedido por sedición, desacato a la autoridad, sospecha de comunista, y mandó llamar a dos policías para esposarlo y meterlo en la celular estacionada junto al cordón de la vereda”. En la lectura de La querida, uno va transitando del anecdotario a la reflexión íntima y de ésta al inventario de aberraciones de un poder para muchos incomprensible. Es, a la vez, un ejercicio de memoria y un cuestionamiento doloroso: esto dejamos que ocurriera. Hay otro valor en este libro. Renée, debatiéndose en el marasmo viciado de aquella ignominia histórica, huye del panfleto y no renuncia jamás al goce estético, a la literatura pura, aun en la descripción del dolor: “El exilio, ese territorio de la cercanía inalcanzable y la distancia total (…) tiende un puente hacia un tiempo perdido…”. Quien se interne en las casi 500 páginas de La querida vivirá la madura novela de una Renée Ferrer en la plenitud de su potencia creadora. Es una historia inusitadamente fuerte. Tanto que la ficción no puede librarse de las tenaces garras de la realidad. La Querida, por Renée Ferrer CAPÍTULO 17 LA MÚSICA MALDITA De pronto, Dalila aminora la marcha, levanta la cabeza y se demora hasta quedar inmóvil entre las tumbas, prendida de los acordes de su lejana inocencia; esa inocencia proclive a sonreír por cualquier motivo antes que ella se desubicara en la sordidez de aquella relación prohibida. /¿Prohibida por quién?/ [Por la moral, por los principios inculcados desde chica]. Dalila sonríe desdeñosa haciendo callar a sus voces interiores y, aspirando el aroma invasor del jazmín pyta, escudriña despectivamente a las otras Dalilas cohabitantes de su cuerpo. La única persona capaz de prohibirme algo soy yo misma (pobre ilusa, digo, porque ni bien se convirtió en la Querida del Dictador el veto a sus gustos se volvió la rutina cotidiana, aunque en apariencia ella se había transformado en una princesa). Ahora su antiguo amante, aprisionado por el mar y la distancia, ya no puede interferir en sus decisiones; únicamente los recuerdos son convocados por un tufo a barcito campechano y a mostrador aceitoso. Una tonada pegadiza desgrana la letra de una canción, y entre las cuerdas de la guitarra se abre un pasadizo para llevarla al pasado. Desde la radio de ese almacén la siguen los cantantes, y, con ellos, las carcajadas de sus amigos atrayendo al entrar la atención de los noctámbulos empedernidos que, ubicados en las piezas contiguas, no pierden de vista el acceso principal del Bar Panuncio. Dalila y Jorge, tan fanáticos como los otros de las guitarreadas y el buen vino, toman la delantera sentándose al calor de un brasero encendido debajo de una mesa; Mariano y Vera se ubican después, y por último lo hacen Petronita y Ramino. La parrillada, emblemática y consagrada por el uso de las generaciones, da a ese barrio marginal un talante de noche abierta, de fraternidad nacida en torno a las polcas y guaranias y a los casos relatados por algún contador de innata simpatía. El romance, el gusto por las peñas, los chistes o la discusión en voz baja (ojo con las orejas de las ventanas y los ojos de las cerraduras) completan el variopinto panorama. En aquel entonces Dalila estaba encendida como ninguna, y las salidas compartidas con el grupo la llevaban semanalmente de la mano de Jorge a ciertos lugares nocturnos donde, a puertas cerradas, se podía contravenir el edicto que limitaba la hora de las reuniones hasta bastante antes del amanecer (Como Cenicienta, la gente debía correr a encerrarse en sus casas cuando sonaban las doce, no porque pudiera deshacerse algún encantamiento frente al príncipe enamorado después de la pérdida del zapatito, sino por la probabilidad de encontrarse con la Caperucita Roja, sin canastito y con cuatro ruedas, más la chapa oficial y los matones). No obstante, en aquel santuario del folclore no caía la Guardia Urbana ni por equivocación, pues algunos capos, apegados al sonido de la tierra, le otorgaban al lugar la protección indispensable, con venia presidencial incluida, para llegar sin sobresaltos a la madrugada con los comensales adentro. La música del altoparlante se dispersa por las esquinas del pueblo pulsando las fibras íntimas de la memoria, y Dalila recobra los rostros conocidos, la diversión de aquel momento, la bulla de los varones y la excitación de ellas tres. Una botella de tinto, dos cervezas y una parrillada completa los entretienen hasta la llegada a la mesa de un arpa y un requinto, con deseos de complacer los pedidos alborotados. Jorge pide gentilmente la guarania Lejanía. Suspiros y aplausos; Ramiro se despacha con Alto Paraná; Vera, con los ojos soñadores pronuncia golosamente Che Jazmín, con voz cascada. Un bache de silencio alarga el intermedio. El arpa desgrana el primer arpegio y resuena la voz: Nde poty morotimie che jazmín nde ro henovia… ¿Qué quiere decir, verdaderamente?, pregunta Dalila con deseos de llegar a la comprensión total. Ninguna traducción le puede hacer justicia s la belleza del guaraní, empieza a explicarle Jorge, pero algo indefinido corta el aire como si éste se hubiera solidificado de repente y la frase se diluye en un murmullo inaudible. Los hombres se mueven incómodos en sus sillas y las chicas chillan con sublime emoción; los músicos se miran entre sí con cierta indeterminación en los ojos, concluyendo finalmente la ejecución, embargados de sentimiento. Antes que alguna de ellas hubiera abierto la boca nuevamente, Mariano grita Lucerito alba, compañero, para romper el hielo y salir del terreno pedregoso. Por un momento la tensión cede y todo parece volver al carril de una mullida amenidad. Sin mediar minuto entre los últimos acordes, Vera grita entusiasmada, otra, otra, y Patronita modula el nombre de su pieza preferida con los labios plegados: Che mbo´e harepe. No, parece clamar Mariano con una sombra en la frente, en tanto los ojos del arpista se dilatan y los del contrapuntista se contraen con un fruncimiento de cejas, como si además de estar unidos por el dúo musical sus pensamientos aterrorizados estuvieran también en consonancia. Jorge estruja con fuerza la mano de Dalila, quien, llena d asombro y dolorida, lanza un gritito agudo. ¿Qué pasa?, pregunta, roja de indignación, ¿Estás loco? Te querés callar, le corta Jorge, reprimiendo la rabia a punto de explotar, en tanto mira a Marciano que, presa de una agitación desorbitada, se revuelve en su asiento pidiendo auxilio con todos los músculos del cuerpo. Pero Dalila no es mujer de quedarse callada; no bien escucha la interdicción de su novio, se abalanza sobre la mesa con el sarcasmo pintado en la cara y solicita La canción del demócrata, solo para reventarlo, porque para ella es impensable que alguien se atreva a restringirle la espontaneidad. /A mí nadie me dice lo que debo hacer/. Petronita, entendiendo la intención de su amiga, echa leña al fuego chillando 20 de abril. Mariano pierde los últimos colores de la cara y los labios le empiezan a temblar; los músicos se concentran más de lo habitual en un moroso afinamiento de las cuerdas; el dueño asoma la cabeza con preocupación y el mozo retira apresuradamente las copas, rompiendo una en el trayecto a la cocina. No, chamigo, no, no le hagan caso, no vale tentarle de esta manera a la policía, le dice Jorge a los intérpretes para salvar la situación, pero Mariano ya está en la puerta, luego de haber tirado la silla al levantarse. Cadavérico y febril, se escabulle sin que nadie pueda darle alcance, ni siquiera una bandada de mozos que corre hasta la calle, pues la mesa entera, haciendo causa común con el amigo, se ha retirado a toda prisa sin pagar la cuenta. Al día siguiente, no bien pasaron las doce, se enteraron por la Voz del Oficialismo que, no bien llegó a su trabajo en el Ministerio de Hacienda, Marciano se encontró con la citación del Secretario, quien al verlo entrar a su despacho le tiró la noticia en la cara: Está despedido por sedición, desacato a la autoridad y sospecha de comunista, y mandó llamar a dos policía para esposarlo y meterlo en la celular, estacionada junto al cordón de la vereda. En las calles del pueblo, lindantes con el cementerio, la emisora anuncia el próximo programa mientras se desgranan las últimas notas de Vengo niña hermosa. Dalila se recuesta contra el panteoncito, conteste de que ya no es una niña ni es hermosa, pero aún le gusta la música de aquel enemigo del Dictador, cuya presencia estuvo proscripta del país tanto como sus composiciones. La belleza no puede erradicarse con decretos dictados por la envidia o el temor al carisma de los adversarios, piensa Dalila, y vuelve a escuchar las palabras del Nonno mientras hojeaba sabiamente la historia de Roma. (x) Cortesía de la Revista Digital "Municipalidad y Cultura" (http://www.municipalidadycultura.es/), (Toledo, España). Agradecemos a su Director, Sr. Luis Ramón Altagracia (luis_ramon7373@yahoo.com). |